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miércoles, 15 de marzo de 2023

La columna de Antonio Pippo/ LA OMNIPRESENCIA

 

Una vieja cuestión, que hoy rueda con más velocidad hacia la degradación, ya parece una onmipresencia que afecta, como pocos otros servicios públicos, la estabilidad emocional y la salud de la sociedad.

Me refiero –y no es novedad para el lector porque lo he hecho antes, aunque tal vez con menos inquietud- a los servicios mutuales, privados, de atención de la salud. Salvo honrosas y escasísimas excepciones, son un desastre que dudo alguien haya adivinado unos años antes.

Estos servicios están hoy cultivando la escasamente honrosa distinción de perjudicar a sus afiliados: menos personal, tercerización aluvial de servicios, esperas exasperantes y riesgosas por horas de atención de profesionales, paros de sectores, sorpresivos e ininteligibles, falta de medicamentos requeridos por los pacientes y recetados por sus médicos y una atención general cuanto menos tensa, impaciente y hasta desconcentrada.

Es incomprensible, salvo que a uno le dé por pensar mal.

Desde la creación y funcionamiento del FONASA, las mutualistas se beneficiaron con la incorporación de cientos de miles de nuevos afiliados, dado los supuestos beneficios que éstos obtendrían. Todo el mundo conoce ese proceso y es una pérdida de tiempo agregar ahora información.

Hubo instituciones que incorporaron personal, construyeron nuevas estructuras edilicias, añadieron servicios y también las hubo que usaron vidrio, yeso y pintura blanca para aparentar “un plan de desarrollo”.

Lo que nadie ha explicado, es qué desató el proceso de deterioro descrito, ocurrido a partir de unos años atrás y que ha llevado a la crisis que hoy sólo se padece, porque en la mayoría de los casos los conflictos se multiplican, añadiendo disputas con el personal, despidos, médicos de cierto nivel que se van buscando destinos más dignos o sencillamente rentables y una atmósfera general que deprime –es una generalización, lo admito, pero se percibe- a los sufridos afiliados.

Por supuesto que en todas las instituciones permanecen funcionarios, enfermeros y profesionales que se distinguen por el cumplimiento respetuoso, informado y con seguimiento pertinente tanto de la atención de urgencia, primaria o especializada. Pero son los menos, cada día, casi siguiendo, y perdón por la ironía, la falta a veces asombrosa de medicación esencial para los enfermos en las respectivas farmacias.

El ritmo de perforaciones que sufre hoy el mutualismo, sin embargo, no parece estar entre las principales ocupaciones de la política y, en particular, del Estado, que debería ser muy severo en el control de su funcionamiento.

A ver: tampoco soy un ingenuo. Comprendo que la masa entreverada de actos y enunciados acerca de la educación, de la reforma de la seguridad social, de la seguridad y de la macro economía, desvían la atención de muchos, e incluyo a los medios de comunicación, tradicionales o no –y suena lógico-, y puede ser que eso haga escaso el impulso hacia una reflexión colectiva y ordenada del tema que he venido a plantear este día.

Sin embargo, no creo que el futuro plausible de una sociedad, que pudiese estar en buen camino de enderezar la marcha, pueda salir del campo de las hipótesis que se arriman a la probabilidad, si dejamos a un lado a la salud pública en un país con baja tasa de natalidad y mayoría de población envejecida.

Acabamos de asistir al cambio de titular del Ministerio de Salud Pública y ya las consecuencias de la pandemia se van diluyendo. En una de esas se despierta la imprescindible autoridad, como parte de este cambio, y comenzamos a advertir acciones dirigidas al mutualismo, que necesariamente deberán estar atadas a un mayor respaldo al régimen de Salud Pública, por aplicar, tan sólo eso, una mirada realista hacia lo porvenir sabiendo –como sabemos todos- que ningún gobierno puede, ni debe, sacar del cogote a todas las empresas privadas que, en muchos casos por sus propios errores, se estén ahogando en la palangana.

Alguien nos tiene que cuidar como se debe, qué joder.


Antonio Pippo nació en Argentina y su familia se mudó a San José siendo aún un niño. Viene ejerciendo el periodismo desde hace sesenta y tres años: prensa , radio, televisión. Fu director de informativos de todos los canales de televisión, públicos y privados. Ha escrito y publicado varios libros. Estudioso del tango, es también artista y participa y ha dirigido espectáculos como empresario durante años.

Son clásicas las columnas que publicó durante años en el semanario Búsqueda y aún en la Agencia Mundial de ensa.

Ha sido docente de periodismo de opinión en la Universidad ORT.


domingo, 26 de agosto de 2018

sábado, 28 de julio de 2018

Historia de un gran amor. Cuento de Antonio Pippo.






http://www.delicatessen.uy



-Yo dije que esa relación era un riesgo, ¿te acordás?


No, en realidad él no se acordaba. Lo acosaba un deseo irrefrenable de tomarse un buen whisky. Pero dijo que sí, que cómo no, que lo tenía presente, por favor. Su voz sonó hueca, distante,casi aburrida. Y ella supo, una vez más, que le mentía.


-¡Siempre igual! –casi gritó-. No tenés vergüenza. Los años que llevamos juntos y no aprendiste a respetarme. Hablo y es igual a que pase un carro vendiendo chorizos y hamburguesas. No tenés arreglo. Sólo yo te banco.


Él la miró como si fuera la primera vez. Vestida con el chaquetón de cuero marrón y la pollera escocesa, acampanada, conservaba cierto atractivo. Claro, estaban las arrugas, las várices, el pelo teñido. ¿Y acaso para él no pasaba el tiempo? Como al descuido deslizó una mano por su abdomen. Linda barriguita. “Vicio de posición”, decía a veces. Pensó: “qué viejo de porquería...”.


-Mirá... no seas injusta. No es eso. Pasa que me distraigo. Será un síntoma de la edad, qué sé yo...


-Por favor. Ahorrate explicaciones... ¿o te creés que soy tarada? Bueno... –suspiró, tratando de zafar de otro de de sus entredichos antiguos y cotidianos, aunque sabía que no sería fácil. Te estaba diciendo lo de Oscar. Te consta: no podemos permitirle semejante disparate. Tendrías que hablarle, a lo mejor a vos te hace caso. A mí nunca me dio bolilla. ¿Te das cuenta si se va a vivir con esa loca? Arruinará su vida... ¡eso es lo que pasará!


Él dio vuelta la cabeza y miró, mansamente, los edificios de enfrente. Fue una breve huida, menos agradable que un whisky, eso sí. Quizás el problema estaba en que casi siempre tenían opiniones diferentes sobre la mayoría de las cuestiones y él optaba por retroceder, aislarse, escapar. La casa, el auto, la familia, la educación de los hijos, la política y hasta las tetas de Moria Casán. El tango o el bolero, el cine o los bailes, libros o discos. Veintitantos años así, toda una cultura del desencuentro. Se le escapó una media sonrisa. ¿Diferencias de cuna, de educación? ¿A quién le importaba saberlo ahora? ¡Una vida...! Qué grises eran esos edificios de ahí... Altos, feos. Parecía que iban a reventar de tristes. Una acumulación de melancolía. ¿Por qué no le daban una mano de cal, eh? Olvidó por un momento que no hay que buscarle explicación de todas las cosas.


-¿Ves...? Ya estás de nuevo en babia. Es para volverse loca, hablando sola por la calle como una idiota... –dijo ella, molesta.


-¡Te escuché...! –la interrumpió él, haciendo un gesto brusco con el brazo-. Sí, el asunto del Oscar y todo eso. ¿Qué querés, carajo? Ya te dije lo que pienso. Hay que dejarlo hacer su vida –hablaba más fuerte de lo necesario-. ¡Se calentó con esa mina y chau! Y bueno... en una de esas sale bien.


Ella detuvo el paso con brusquedad y le puso la mano en el pecho: –A mí hablame correctamente, ¿estamos? No te pongas grosero y menos en la calle, porque yo también soy capaz de mandarte a la mierda delante de todo el mundo...


-Bueno, bueno... Perdoname-. Él dulcificó el tono cuanto pudo. No le interesaba un teleteatro a la vista de los paseantes-. Tranquilizate de una vez. Estoy un poco nervioso. Y cansado. Y además no me gusta discutir estos asuntos en la calle. Vos lo sabés... Mirá, vení... ahí hay un bar, parece un buen lugar... Me tomo un whisky, ves te pedís un cafecito y charlamos. ¿Te parece?


Ella miró el lugar. Una esquina típica de la parte antigua de la ciudad. Le parecía sucia, desestimulante. A él le caería bien porque parecía una construcción en clave de tango. Hubo cierta resignación cuando accedió: –¡Ahora un boliche! ¿De veras es un buen momento?


Sabía qué le esperaba. La comodidad de él, suerte de pez reintegrado a su ambiente, y la contenida incomodidad de ella en un sitio que siempre creyó de hombres, dando ventajas como un visitante que no se acostumbra a ciertos escenarios. ¡Si de todos modos no se iban a poner de acuerdo, eso era un hecho! Él retrocedería, manejaría con arte la distancia y apelaría a su verborragia florida, de hombre supuestamente vivido, formado en la calle, que se las sabe todas.


-No es un capricho. Pasa que me estoy meando. ¿O no sabés que en invierno tengo la vejiga fácil? –lo dijo y fue apenas la pretensión de una ironía liviana, liberadora.


Cruzaron la calle hacia el bar, separados. Parecían un par de extraños a los que un encuentro casual ha impuesto una obligación y no una alegría. El hombre amagó pasarle un brazo sobre los hombros, como otras veces, pero sólo fue un ademán. Se hizo a un lado y la dejó entrar primero. No fue una galantería; buscaba un estímulo, algún breve entusiasmo que le diera ánimo para lo que vendría. Al verla caminar pensó cuánto más interesante era ella de espaldas: las caderas anchas, las nalgas todavía duras, ese balanceo que daba la idea de una mínima insinuación. Eligieron una mesa pegada al único ventanal.
-Un whisky, etiqueta negra, y... ¿un café? –pidió, consultando, apenas apareció el mozo.


-No... –dijo ella rápidamente-. Yo quiero un whisky igual...


Él se sorprendió gratamente pero no hizo comentarios. Se levantó y fue al baño. La mujer lo observó un momento, del mismo modo que se mira el recibo del alquiler con el primer aumento o una boleta de quiniela que deja en evidencia el error por un número. Pese a la barriga igual lo prefería de frente. Por eso alcanzó a disfrutarlo un poco cuando él regresó: aquellos ojos azul cielo que los años no habían marchitado, la boca chica pero sensual, el pecho ancho. Apenas eso, después de tantos años.
El hombre se sentó, sacó los cigarrillos y los puso sobre la mesa: –¿Estás más serena? ¿Querés fumar...?


Ella sacudió la cabeza y se quedó unos segundos mirando hacia afuera. El vidrio sucio y la tarde oscureciendo eran como un velo sobre el movimiento de la calle.


-Estoy cansada... –. Tomó un cigarrillo y enseguida lo dejó sobre la mesa. Temblaba. Acarició el vaso frío del whisky y, de pronto, apuró un largo sorbo.


-Pará, pará... despacio... no estás acostumbrada... –dijo él, cuidadoso.


-Tantos años de lucha, de sacrificios, de postergarse una por los demás –pareció no haberlo escuchado-. Tu trabajo, tus planes, todo lo que después se fue al diablo. Y Oscar... Ahí puse todo lo que me quedaba ¿comprendés? Todo. Creí que, aunque tarde, la vida me iba a compensar un poco. Que iba a disfrutar a un hijo que me diera orgullo... ¡Y mirá este pelotudo, en su mejor momento, en lo que se viene a meter!


-Bueno, no es para tanto... –murmuró él, sin mirarla-. Graciela es una mina mayor que Oscar, estoy de acuerdo. Y que hizo la calle, también lo sé. Pero ya no está en esas, ahora tiene la peluquería... A mí me parece que se quieren. Y a fin de cuentas ¡ya es un hombre!


-Para vos todo es tan sencillo... ¡rico tipo! –la mujer bebió otro sorbo abundante del whisky y él no dijo nada-. Seguro, así te evitás la responsabilidad de pensar, de tomar conciencia, de ayudar a tu hijo... ¡Para todo has sido igual, vos!


El hombre oteó los alrededores cercanos. Mesas chicas, sillas viejas, un bullicio contenido. Rostros aburridos de mozos con moñita, el gallego sacudiendo la registradora. Un tipo, al lado, con un vaso de caña por la mitad. Sí, era verdad. Hace años que parecía que nada se podía arreglar. Ya no daba más. Al principio, puros sueños, esperanzas. Uno se dice: “Con la voluntad, alcanza. Después pasa el tiempo, vienen los fracasos, la plata insuficiente, la vieja pasión que se va agotando. Aparecen la costumbre, el tedio. Y uno sigue como puede...”.


De una radio sobre la heladera del bar brotó un tango: “¿Por qué es que no me besas? No tengo adonde ir y allá en la pieza...”.


-Puede ser, puede ser... –confesó, resignado y paladeando su whisky por primera vez, lentamente-. Pero no me vas a negar que la voy llevando... ¡Pará, pará! No me creas un cínico. No me lo digas otra vez. Pienso, nomás, que es una manera adecuada de soportar lo que nos tocó. ¿Qué ganás con exaltarte? Te sube la presión, el colesterol, te duele la espalda. Ya no somos pibes. Mal o bien hemos hecho una vida. Si no podemos con los problemas, nos ladeamos. Dejalos pasar. ¿O vos te creés que porque yo le hable Oscar va a cambiar de opinión? Está metido. Y bueno... que se saque las ganas. ¿Por qué no lo mirás con un poquito de humor? La Graciela ésa está muy fuerte. ¡El pobre muchacho debe andar ardiendo!


La miró a los ojos y se los notó enrojecidos, turbios. La mujer se movió, molesta, aunque había empezado a sentir cierta tibieza interior. Ella también pensó: “De nuevo el discurso machista, vulgar. Cómo recuerdo lo románico que fue al comienzo, tan dulce, comprensivo, compañero. ¡Si hasta me escribía versos! Y ahora está ahí, gordo y gastado, perdiendo el pelo pero hostigándome con su pose de tipo con calle, capaz de meterme los cuernos con cualquier gurisa atrevida. ¿Adónde cayó la otra vida? ¿Puede el tiempo cambiar tanto a una persona? No es sencillo mirar atrás y aceptar lo que se tiene adelante”.


-Pedime otro whisky –dijo y agarró y encendió un cigarrillo.


-¿Estás segura...?


-Sí, está bueno...


El sonrió: –No te quiero sacar borracha de acá...


-Mirá... Yo quisiera acordarme de cuándo empezó todo esto. Lo nuestro, quiero decir. Esta forma tan distinta de convivir. Porque lo de Oscar, a fin de cuentas y aunque me duela y sea lo que más me importa, es uno de tantos líos, pero reciente. Lo otro viene de lejos ¿no? Capaz que del comienzo, no sé... Hoy podría decirte que sos tan superficial... Tan poco... en fin, dejalo ahí...


-Ah, pero vos estás loca de remate... ¿De qué me hablás?-. La reacción de él quizás demoró un instante más de lo conveniente. Es que la vio volver a agarrar el vaso de whisky y tomar de golpe lo que quedaba.


-¿¡Así que no sabés?! No sabés lo que no te conviene...


Tal vez fue la rigidez que capturó al mozo del fondo, o el gallego que pareció congelado sobre la registradora, o la somnolencia del tipo de al lado que quedó en el fondo de su vaso. Pero se dieron cuenta que habían alzado demasiado de la voz. Ambos callaron y se recostaron en sus sillas. Él se quejó casi imperceptiblemente y ella dijo:


-¿Que tenés? ¿Te pasa algo?


-No, no... Voy al baño de nuevo. Después pago y nos vamos...


Ella lo siguió con la mirada. Inquieta, pensó cómo podría ser la vida sin un marido. ¿Sola, a los cincuenta años? Pensó en tantas noches de invierno, acurrucada junto a él, mirando televisión. Pensó en los fines de semana del verano, ayudándolo a preparar el asado en el parrillero del fondo. Pensó en las mañanas, al despertarse, cuando él le llevaba el mate a la cama. Pensó en los días interminables, conversando tonterías –algún paro, el fútbol, la vecina que se divorció, las tandas comerciales de los canales- pero acompañada. Pensó en las discusiones cotidianas, en esos días en que ni la tocaba, aunque lo veía y sentía el calor de su cuerpo. Y pensó que nunca había estado realmente sola, que no sabía qué era eso. Sintió que se ahogaba.


Entonces llegó él y lo interrogó con la mirada, ahora más turbia y vidriosa.


-Nada, nada. Me empezó a molestar el estómago y fui por las dudas. Pero no, gases y nada más. Debe ser esta maldita gastritis que me está matando...


El hombre calló por un momento. Le tomó una mano entre las suyas e hizo como quien busca las palabras correctas.


-Está bien. Yo creo que deberíamos cambiar. No puede ser que sigamos así...
-Sí, quizás... –concedió ella, aunque sin entusiasmo-. Pero todo empieza por vos, esa es la verdad. Fijate sólo esto: ¿cuánto hace que no me hacés el amor? ¿Veinte días, un mes? ¿Te parece que así se puede cambiar algo?


-¿Qué decís? No es para tanto. ¿Y eso es en lo único en que pensás? Además, si arriba del laburo, del cansancio y de la gastritis, al volver te encuentro dormida o te das vuelta cuando me acuesto...
-¡Ah, no, no! No me vengas ahora con que la culpa es mía. Yo estoy ahí, queridito, no ando en la calle, no busco nada. Yo espero. A vos te espero... Y es evidente que ya no te caliento...


-¿Y nunca te preguntaste por qué? Si hay días en que parecés una bolsa de papas. Echada, indolente... ¿Qué soy yo, un maquinista?


-¡Sos un hijo de puta! Pero... ¿vos te miraste al espejo? ¡Qué atrevido! ¿No te observaste esa barriga descomunal que echaste? ¿Y las veces que venís a refregarme y ni siquiera te afeitaste? ¡Seguro! Yo tengo que bancar lo que venga... La barba, el mal aliento, la panza del señor de la casa... ¡Andá a la puta que te parió!


La mujer se paró y salió a la calle. Hubo un serie de pequeños hechos simultáneos: cayó un vaso, el mozo dio unos pasos hacia la mesa y el viejo de al lado sofocó un risita babeada. El hombre hizo un gesto indefinido, pagó la cuenta y salió detrás de ella. En ese momento terminaba el tango, ¿el mismo tango de antes?: “¡No, no estoy loco...!, muerde mi boca... y déjame creer que esto es amor”.


Apenas la vio, taconeando cansina rumbo a la esquina, creyó sentir ternura, si es que acaso recordaba cómo se siente eso. Pensó en el atardecer gris, el frío, la posibilidad de quedarse a pelear solo que faltaba y apuró el paso para alcanzarla.


Ella, percibiendo de pronto una serenidad desconocida, más que pensar, iba recordando imágenes, flashes: cómo disfrutaba él su comida humeante en las noches invernales, cómo se divertían leyendo distintas partes del diario del domingo y riendo por cualquier pavada, todo lo que habían compartido. El hombre la alcanzó en la esquina y la abrazó, sin que ella se resistiera.


-Escuchame. Por favor y aunque sea la última vez, escuchame... Te pido perdón. Vamos a calmarnos. Hoy ha sido un día terrible. No puede ser que tiremos así, a un basurero, de un plumazo, casi treinta años de vida juntos. Mirá... está horrible acá, tomemos un taxi y volvamos a casa. Prendemos la estufa grande, preparamos unos mates y charlamos tranquilos. ¿Te gusta la idea?


Ella le clavó la mirada. Lloraba suavemente, con esa lentitud que da la aceptación de lo inevitable. No lo sabía pero su vida era un tango: “Cada nuevo amanecer se irán borrando...”. Tenía unas ganas enormes de volver, si, a su casa. Con él.


.¿Por qué seguimos juntos, Luis?


-¿Ves? No deberías hacer esa pregunta. Nos conocemos mucho, nos necesitamos. Es con eso que se hace un gran amor.


Le pasó el brazo sobre los hombros, la apretó contra su cuerpo y juntos iniciaron el regreso.
El hombre tuvo un último pensamiento, del que se avergonzó enseguida: “No hay duda alguna. Qué bueno estaba ese etiqueta negro amigo”.


Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Este cuento, fue cedido y corregido especialmente por el autor, para www.delicatessen.uy. Fue originariamente publicado en el libro Grandes amores (Fin de siglo, 1994). Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo.


viernes, 27 de abril de 2018

La aventura del tango / Semanario Búsqueda DEUDA DEL RECUERDO Por Antonio Pippo Pedragosa







-Fue uno de los mejores músicos del tango.
Admirado por Héctor María Artola y Francisco Canaro –con quien, pese a su agitada y larga vida artística, siempre volvió- tuvo en filas de su propia orquesta a Julio De Caro, el histórico renovador que, avanzada la década de 1960, le propondría formar una gran agrupación para tocar en giras por el exterior.
Sin embargo, el recuerdo de Minotto Di Cicco, nacido en Montevideo en 1898, tanto aquí, su tierra natal, como en Buenos Aires, donde triunfó, ha sido difumado por el olvido.
Todo alrededor de Minotto fue música, desde la niñez: sus hermanos mayores Ernesto y Fioravanti eran, respectivamente, bandoneonista y pianista. A los doce años estudió solfeo y piano, pasó al acordeón y, finalmente, su compatriota Alberto Rodríguez, integrante de la orquesta de Osvaldo Fresedo, le enseñó los secretos del instrumento que
lo sedujo sin retorno: el bandoneón.
Debutó a los diecisiete años en el Petit Salón –en los bajos del mítico Moulin Rouge-, junto al pianista Carlos Warren y al violinista Ataliva Galup, pero muy pronto cambió y el trío quedó formado con Alberto Alonso y Luciano Arturaola para actuar en el bar Trianón, ubicado en Andes entre San José y Soriano. Meses después, contratados por el
Café Nuevo, de 18 de Julio y Ejido, agregó otro violinista, Federico Lafémina. El éxito les permitió grabar en Buenos Aires para el sello Víctor dieciocho temas, entre ellos La cumparsita, de Mattos Rodríguez, y Marquezito, el único tango compuesto por Minotto, quien aprovechó esta estadía en Argentina para comprar su primer bandoneón, ya que
hasta ese año tocó con uno que le había prestado su maestro Alberto Rodríguez.
En 1917, Minotto se arriesgó a crear una orquesta, añadiendo otros músicos amigos, que llevó el nombre de “Alonso-Minotto” y con la que viajó otra vez a la capital argentina, donde alcanzó gran repercusión.
Luego hubo un breve regreso a Montevideo por razones familiares, y enseguida la promesa de un contrato en el Moulin Rouge; pero en medio de tales sacudones, lo acarició la varita mágica de la vida artística: Francisco Canaro, ya una suerte de prócer del tango, lo convocó para sustituir a Osvaldo Fresedo, y así fue que el joven bandoneonista uruguayo integró la orquesta gigante que el maragato había formado con
Roberto Firpo para animar los carnavales de Rosario, en 1918. Fue el encuentro inicial, que se repetiría al paso de los años.
Pero había en Minotto cierta nostalgia por su país y su gente.
En 1922 abandonó a Canaro y reincidió aquí con su orquesta renovada. Con la simpleza que ocurren grandes cosas, propició un doble acontecimiento que no tantos recuerdan: Fioravanti, su hermano, se retiró para viajar a Europa y el piano fue ocupado por el casi
inigualable Francisco De Caro; pocas semanas más tarde, el violín solista quedó en manos de Julio De Caro, que tuvo así, y entre uruguayos, su primera gran exposición pública. De esa época quedó un disco legendario que incluye maxixas, paso dobles y los tangos Fruta prohibida, de Delfino, Picaflor, de Mazzeo y Pura espuma, de Emilio
Ferrer.
Pese a la repercusión lograda, Minotto –cuyas indecisiones eran moneda habitual- viajó otra vez a Buenos Aires al llamado de Canaro: en ese momento para sustituir a Anselmo Aieta. Allí se instaló, como primer bandoneón, hasta 1926.
Impulsado por amigos, abandonó a “Pirincho” por segunda vez, y –quedándose en la noche porteña prácticamente hasta su jubilación-, formó otro grupo, grabó para Odeón diez obras, entre las que destacan Milonga con variación, A media luz, Ave María, Camarada, Padre Nuestro y Buenos Aires y brilló en la calle Corrientes, en el teatro
Broadway, con el pianista José Tinelli, autor de Será una noche, el violinista Hugo Baralis y el bandoneonista Francisco Fiorentino –futura gran voz de Troilo-, quien cantaba los estribillos.
Alcanzó más resonancia: la dirección de la gran orquesta de la Columbia Viva Tonal para bailes de carnaval en el Broadway y el tercer y definitivo reencuentro con Canaro, a partir de 1932.
Ya no se movió de su lado. Participó de la obra La muchachada del centro y cerró su ciclo en el Quinteto Pirincho.
La deuda está viva. Olvidado, Minotto murió en Montevideo el 9 de setiembre de 1979.
Cual intento de homenaje quedó aquel esfuerzo de varios músicos argentinos, cuando Di Cicco aún tocaba, de crear “El trío de la M”: Minotto, Maffia y Marcucci.
Dijo Horacio Loriente: -No fue más que un sueño.

domingo, 8 de abril de 2018

La noche. Cuento de Antonio Pippo





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Ocurría en Nochebuena, siempre.


Después de las celebraciones familiares, la sidra, los pan dulces, se abría la noche que nos hacía felices. Una noche abarcadora, redonda, libre, con el cielo aguardando quizás el alma de algún amigo, allá arriba, y el aire fresco empujando nuestras ansias locas, acá abajo. Una noche que resumía todas las noches, de las casas a las plazas, de los boliches al quilombo. Una noche que nos proponía otro mundo y otra vida y que, al mismo tiempo, nos empujaba a seguir bebiendo, a imaginar que amábamos y nos amaban y a bailar juntos lo que parecía la danza de nuestra salvación.


Misterio renovado e inexplicable de pueblo chico. Liturgia obedecida por quienes, tantas veces, aunque sólo muchachos, llegamos a querer, apenas, un día más.


¡Qué noche aquella!


Nos introducíamos en ella para devorarla a bocanadas. Lo primero que sentíamos era el olor a menta y a romero y a jazmines tempranos que atravesaba las calles angostas de los barrios más apartados, en ancas de un vientito suave, acariciante, melancólico. Después se nos venía encima la humedad, que se podía ver y rozar mientras caía sobre los focos amarillentos de las esquinas. Y, al rato, el silbato lejano del último tren, cruzando los campos y arrimando a los casas de las afueras –recostadas como oscuros esqueletos a las vías- la respiración asmática de una locomotora negra como la mismísima noche. A esa hora hacía rato que la humilde calesita había detenido sus hierros lacerados y ya no habían carros llevando verduras y frutas, ni niños descalzos y ansiosos, ni madres gordas recogiendo ropas de los alambres.


Cuando empezábamos a caminar, chispeantes por lo bebido, veíamos a gentes sentadas a la vereda, con botellas alrededor y nos sobresaltaban los cohetes baratos que reventaban cerca. Gente común, a la que saludábamos siempre, no faltaba más, porque siempre ofrecían un trago más para dar impulso a la recorrida. Y los otros, hombres y mujeres que hervían de ansias distintas y decían cosas secretas con la mirada; la veterana del marido viajante, al borde la extenuación de insatisfecha; Marisol, la menor de los Pérez, a la que bastaba tocarle una mano para que se le humedecieran los muslos; Fermín, borracho impenitente, que sólo quería hablar de fútbol; Cascarilla Batista, aguardando ese desfile nocturno para insistir en jugar al truco en cualquier parte; y los milicos de la comisaría, claro, esos del sueldo miserable y las caminatas absurdas, tomando dos o tres de arriba y retocando, con meras ojeadas, la lista de cornudos que se habían especializado en crear.


Esa noche, precisamente esa noche, era hermoso andar por el asfalto o por la tierra, yendo de una calle a la otra como si armásemos un imaginario picado en la penumbra. Y también lo era cruzarse con alguna chiquilina anhelante, escapada de una tutela ya hundida en profundo sueño, besándola casi hasta reventar contra las paredes más oscuras, levantándole la pollerita con desesperación, bajándole desprolijamente la bombacha blanca y penetrándola fuertemente hasta que gritara, sofocada de dolor y placer. Y pasar por los boliches de Curbelo o del Chiquito Otegui, que no cerraban, para tomar a las apuradas otro vaso de vino de la casa, ese de la damajuana con telas, y ojear las mesas sobre las que todavía se enredaban naipes y manos mugrientas, escuchando todos los chismes, cuentos, fantasías y mentiras del mundo. Y quedarse quietos, de pronto, al lado de la radio. abrazados por el humo del tabaco, sintiendo que la voz de Gardel se nos metía entre los huesos y nos hacía mejores, creándonos una nueva ilusión. Y escondernos, apretados, a un costado de la casa de Pepe, el rematador – al que el whisky importado hacía dormir temprano-, para ver a Rosita, su mujer, acostarse en el suelo de ladrillo del galpón con Ramiro, el sobrino político. Y correr unas cuadras más abajo, al barrio del Aserradero, sabiendo que podíamos robar alguna gallina a doña Margarita, cortarle el pescuezo y simular un rito satánico, dejándola colgada a la entrada del rancho de esa anciana que, puntualmente, se horrorizaba cada mañana y le rezaba a todos los santos. Y caer por el quilombo de La Mellada, abierto hasta el canto de los pájaros madrugadores, para pagarle una caña al Chiche Meneguzzi y pedirle que tocara “El amanecer”, sabiendo que cada vez lo hacía distinto; medir con fruición la redondez tersa de los culos de La Polaca y María Eugenia y, en una de ésas, hacer cola en el corredor largo iluminado por la luz roja de un farol destartalado para ocuparnos con una y soñar que podía quererte y gozar contigo; o bailar, simplemente bailar con la más pintada, un tango con cortes, sintiendo que el mundo era eso, cuadriculado y macilento, sobre el que danzábamos con encomiable elegancia para nuestro, a esa altura, inestable equilibrio.


Sin embargo... si uno fuese sincero, debería recordar algo más puro que ese universo desmelenado gastado en largas caminatas. Algo que se vivía esa noche de una manera distinta, más íntima, más profunda. Algo que, tal vez, nos permitió estirar la vida y los sueños más allá de los límites de aquel horizonte chico y apretado.


La soledad, buscada como una novia virgen.


El deseo de quedarse solo, pero absolutamente solo, sin compasión ajena, sin mitigaciones, sin amigos, mujeres ni madre, debajo del cielo oscuro e interminable pero con sus estrellas titilando sin cesar. Y mirar mucho más lejos que cada día, cual si la vista se transformase en una alfombra voladora de “Las mil y una noches”, suficiente para alcanzar el infinito, la nada. O el olvido piadoso. Y ahí, sí, volver a caminar, cargando el cuerpo hasta el penúltimo cansancio, deteniéndose, al cabo, en una esquina cualquiera, como si uno hubiese escapado de todas las envidias, de todos los egoísmos, de todos los temores. Y entonces respirar muy hondo, olvidando al alcohol, la fiesta, el vaho nocturnal, para atrapar el aire húmedo hasta el borde del ahogo. Y luego, al final, llorar sin resignación. Por suerte y de una vez, con lágrimas incontenibles y viejísimas, pese a nuestra juventud, lágrimas que –cual una descomunal memoria recuperada de pronto al aplastar al jolgorio embriagador- se convierten en decenas de rostros y nombres y lugares. ¡Y tantas palabras no dichas!


El Coco Luaces y su vieja radio de los galpones, que jamás supo cuánto nos importaba; el Pepe Pintos y la grapa con limón, esperando una despedida que no le dimos; Juan y el violín envuelto en una sonrisa, sin la satisfacción de nuestro respeto; Hugo Ruiz y el sueño de la libertad, creando a cada paso un poema de vida que no entendimos; el Cholo y su alma en una niña, muriéndose lentamente por el dolor de los otros; Blanca Rosa cantando en la cocina “La pulpera de Santa Lucía”, sin saber que su corazón la traicionaría en medio de nuestra ausencia; Nené y aquel poema sobre los muertos solitarios, que se le hizo carne y lo advertimos tarde; Robertito aferrado a las riendas del caballo fatal, demasiado lejos y demasiado solo; Andrés y su pirueta fatal en una calle cualquiera, mientras perdíamos el tiempo llenándonos de estupidez; el vasco Recarte, ensoñado, atropellando la vida con ansias locas porque no supimos detenerlo; y cuántos, cuántos hijos muertos de tantos amigos entrañables.


Y Natalia, que se fue con prisa de la mano del absurdo, buscando las estrellas, caminando entre nubes, bien cerca de eso que hemos llamado Dios. Natalia, que nos dejó con tanto por hablarle, con tanto amor por entregarle, apenas con un guardapolvos blanco y una moña y una cartera de cuero repleta de cuadernos prolijos. Natalia en tres o cuatro fotos, en un mural y en el alma. Natalia convertida en un pájaro azul, en un clavel blanco, en una gota de rocío que desciende del cielo abierto, eternamente.

Desde esa noche y para siempre.

Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este cuento, reescrito de forma parcial para Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y los cuentos del otoño, en noviembre de 1993.


Fotografía http://senderos-musicales.blogspot.com.uy/


viernes, 9 de febrero de 2018

La aventura del tango / Semanario Búsqueda DE VUELTA AL BULÍN Por Antonio Pippo Pedragosa




-¿Por qué aún interesan cosas tan viejas en la vida del tango como el lunfardo?
A cada paso, y tras décadas de debate sobre su origen, desarrollo y sobrevivencia, no se
agotan las sorpresas y curiosidades que, por suerte, acopian nuevos conocimientos.
José Gobello escribió que “llamamos lunfardo a un repertorio que el hablante del Río de
la Plata utiliza en oposición a la lengua común”. Indiscutible, aunque a mí me seduzca
más Eduardo Pérsico: “Toda comarca suele demostrarse con algún perfil particular y
para nosotros, la masa de la clase obrera, los pobres y marginados, resultó ser el
lunfardo un código entre dos para que no se entere un tercero”.
Pero Gobello estableció –los hechos históricos lo han respaldado- que el lunfardo, aun
jerga dialectal, no morirá jamás porque los movimientos culturales de origen popular, y
sobre todo juveniles, se ocuparán de ir sustituyendo vocablos e incorporando otros. Fijó
dos etapas clave: en la década de 1960, coincidente con la decadencia del tango, brotó la
influencia del llamado Club del Clan, que a través de otro tipo de letras produjo uno de
esos grandes cambios; la otra la ha situado en la actualidad, con el revulsivo de la
cumbia villera o los tumberos –presos generalmente muy jóvenes-, en Argentina, o de
los planchas y otras tribus urbanas, en Uruguay.
Han cambiado miles de expresiones lunfardas y han aparecido nuevas en cada una de
esas épocas. ¿Quién usaría hoy, como Carlos de la Púa en Sor Bacana, vocablos como
“esquenuna”, “tortera” o “bulebú”, o como Celedonio Flores en Biaba, “vos sabé’ que
no falta un mishetón/ y yo te manco bien, cara chinonga”?
Es decir: un ámbito interesante de analizar esa gran cantidad de palabras que, si
murieron, resucitaron en otras, así como se mezclaron con nuevos términos de distinto
significado.
Sin embargo, siendo verdad y de interés esto, hay otra cuestión en ese proceso peculiar
del lunfardo que, hasta por las limitaciones que impone este espacio, cae como anillo al
dedo para seguir hablando del asunto a través de una aparente contradicción.
Es que se mantienen expresiones con una impresionante antigüedad encima y todo
indica que no tendrán cambio posible.
¿Un ejemplo? Bulín, que primero fue bolín aunque por poco tiempo.
Hoy la usamos. Sinceridad, lector: nada de “quítame de ahí esas pajas”. Y vea usted, el
propio Gobello ha citado una cuarteta del artículo Los Beduinos Urbanos, de Beningo
Lugones, publicado en 1879, que dice: Estando en el bolín polizando,/ se presentó el
mayorengo:/ a portarlo en cana vengo/ porque su mina lo ha delatado.
Y hoy, ¿cuántas veces en reuniones entre amigos continuamos diciendo, si cuadra la
ocasión, y, claro, admitiéndolo como hábito de gente de mediana edad y mayores, no de
la juventud?: “Me voy, che. Me salió un fato con una mina y la llevo al bulín”.
Y como en toda cosa tan antigua, aún se debate acerca de su origen. Unos dicen que
deriva del francés boulin, agujero hecho en una pared para insertar un travesaño: a veces
la cavidad queda sin rellenar y puede ser utilizado por aves para asentar su nido; otros
afirman que es una voz jergal italiana, de Milán, que significa cama y al principio se
escribía balín. Para la Real Academia bulín tiene no una sino dos acepciones
coloquiales –“departamento reservado para las citas amorosas” y “departamento
modesto de parejas jóvenes que se inician”- y de él derivan el verbo abulinar, el
adjetivo bulinero, el diminutivo bulincito y el apócope bulo. Y son sinónimos de uso ya
prácticamente abandonado cotorro, garconnière y pichonera.
A ver: siendo su origen el lunfardo, difuso pero estrechamente vinculado a la
inmigración europea y con escaso aporte criollo, nació en los suburbios, en los
conventillos y hasta en las cárceles.
Pero pertenece a un habla incorporada con tal fuerza entre nosotros, que se despegó
hace tiempo del ámbito marginal e ingresó a la interlocución común.
Dijo Roberto Arlt en 1940 polemizando al respecto: -Es absurdo enchalecar en una
gramática canónica las ideas cambiantes de los pueblos. Entonces esa gramática la
tendrían que haber respetado nuestros tatarabuelos y, en progresión, concluiríamos que,
de hacerlo, nosotros, hombres de hoy, de la radio y la ametralladora, hablaríamos el
idioma de las cavernas.
Por algo este vocablo que ha sobrevivido, pese a todos los vientos de cambio, más de
doscientos años, todavía nos brota con naturalidad:
-Me dijo que llegaba a las nueve. Así que… de vuelta al bulín.