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martes, 26 de septiembre de 2017

¿Yo?... uruguayo (por Rodrigo Tisnés) Buenos Aires y los porteños vistos por un uruguayo recién llegado.



Este viernes que viene se está cumpliendo mi segundo mes de vida en la “Ciudad de la Furia”. Al igual que un mes atrás, día a día sigo descubriendo y conociendo nuevos aspectos, lugares, personajes, y costumbres de esta ciudad inconmensurable, inabarcable, y cosmopolita.
Con el paso del tiempo, es inevitable, se produce acostumbramiento y se comienza a perder el deslumbramiento inicial. Si pasa en las relaciones personales, ¿cómo no va a pasar con los lugares?... pero la escala de esta ciudad es tan grande, que aun cuando recorro calles que ahora se han vuelto parte de mi rutina, de vez en cuando, me descubro mirando con admiración algún edificio de comienzos del siglo XX. Para sorpresa propia, agrego, porque nunca he sido especialmente sensible ante la arquitectura.
Como comentaba la vez pasada, la sensación que me da al estar acá, es la de no estar del todo en el extranjero. No es solo la historia la que nos une y hermana. La geografía también. Basta pensar que a cualquier montevideano le lleva menos tiempo venir a Buenos Aires, que viajar a cualquier departamento al norte del río Negro. ¡Ni que hablar los colonienses! En su caso, están a 50 minutos del centro de la capital argentina, y a dos horas y media de la Plaza Cagancha.
Y lo mismo sucede reflexionando a la inversa. Salvo La Plata (capital de la Provincia de Buenos Aires) y Rosario, Montevideo queda más cerca que el resto de las grandes ciudades argentinas: Córdoba, Tucumán y Mendoza. Y en tiempo de viaje, lleva más o menos lo mismo viajar a Rosario que a Montevideo.
En síntesis, tenemos una historia común, una geografía, una cultura y una lengua compartida que nos unen y hermanan, y eso se nota.
Por supuesto que hay diferencias. Pero a la mayoría, uno se acostumbra. Sucede con los modismos y localismos, por ejemplo.
Micro y colectivo me resultan mucho más prácticas que nuestro interminable ómnibus, y más simpática que el anodino bondi montevideano. Llamar tortuga o pebete al tipo de pan usado en nuestros choripanes me resulta en todo intrascendente, al igual que decirle facturas a nuestros bizcochos. Mientras que a la caldera le sigo diciendo caldera y no pava, especialmente porque no suele ser centro de casi ninguna charla, ni la denominación, ni la tenencia, ni el uso de la caldera/pava.
Apartamento y departamento son intercambiables, al igual que pileta y piscina, y refresco y gaseosa. Tampoco se precisa ser lingüista para saber a qué se refieren cuando hablan de la obra social y las expensas.
Sin embargo, hay algunas palabras a las que definitivamente no me acostumbro. O decididamente prefiero las nuestras.
Me pasa con batata, palabra a la que le falta la dulce tosquedad de boniato, que, además, me da la impresión que resume mucho mejor la característica del sencillo tubérculo. Lo mismo me sucede con zapatillas, que me suena desabrida y sin gracia, frente a nuestro clásico y provinciano championes.
Pero la peor de todas. La más horrible a mis oídos (y vista), es el sándwich de milanesa. Un verdadero atentado lingüístico-culinario. ¡Un sándwich es un refuerzo de jamón y/o queso en pan de miga!... como mucho un olímpico, que lleva lechuga y tomate. Llamar sándwich a la milanesa al pan, es reducirla, rebajarla, desclasarla, restarle contundencia. Por eso es que, desde que llegué, no he comido ni una milanesa al pan. Simplemente me niego a entrar a un boliche y pedir “deme un sándwich de milanesa, por favor”, creo que me sentiría bastante ridículo.
Aunque, ahora que lo pienso, tal vez tendría que hacer la prueba de entrar un día y pedir una milanesa al pan, en una de esas, hasta genero una movida y los hermanos argentinos adoptan nuestro uso.
Pensándolo bien, eso sería algo joya.








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